jueves, 25 de junio de 2009

13. Voces.

Albert gritaba, oía una voz en su cabeza, le decía cosas extrañas, le llamaba Alres. No soportaba aquello, nadie más oía esa voz, los doctores llamaron a psiquiatras para que le tratasen pero nada de lo que le recetaban calmaba esas alucinaciones. Hacía días que estaba totalmente descontrolado, le habían ubicado en una habitación más apartada de todas las demás, se pasaba horas gritando, incluso había momentos en los que tenían que amarrarle a la cama, pues se intentaba dar golpes en la cabeza. Solo se tranquilizaba con Helena, esa chica que cada día le había ido a visitar durante horas, incluso a veces comía allí, con él.

Por lo que pudieron explicarle, esa chica fue la que avisó a la ambulancia, y que llevaban días saliendo a pasear juntos, pero por más que él intentaba recordar, no lograba hacerlo, y nadie lograba encontrar una razón al porqué de aquellos repentinos cambios de estado cuando ella entraba en la habitación. Para Albert era como si esa voz se callase, una calma absoluta, en las que se perdía en la mirada de Helena mientras ella le leía cosas que él mismo había escrito en una libreta, era una especie de diario imaginario, pues hablaba de una roca que hablaba, un druida con trescientos años, y ese tipo de cosas. A Albert le encantaba oírla leer esos textos, y sentía su mente mucho más relajada, pero había algo que en todos aquellos días no le había podido contar a Helena, y que temía hacerlo, por miedo a que pensase que se había vuelto más loco de lo que ya creían los médicos.

En su mente aparecían cada noche, mientras dormía, imágenes de un bosque, fuego, luces, gente con túnicas corriendo entre los árboles y creía que estaba relacionado con aquella roca, pero no podía ni quería creer que las historias de su libreta fuesen para nada verdad, eran cuentos sin más, historias inventadas tal vez en sus días más sobrios y aburridos. Sin embargo, cuando le decían que se quitase el colgante, se alteraba mucho, se volvía incontrolable, gritaba de nuevo, y no dejaba que se acercase nadie, salvo Helena, que era la única capaz de tranquilizarlo.

Tenía que hacerlo, tenía que decírselo. Ahora mismo era la persona en la que más confiaba, pese a que no la recordaba, para él, la primera vez que la vio, fue el día en que despertó en el hospital y ella entró a verle. No sabía como empezar. Esa voz volvió a surgir de la nada, diciéndole que debía darle el colgante a Helena, que era la única forma de recuperarle. Volvía a delirar, apretó sus puños, agarrando las sábanas, se puso rojo de rabia.

-¡Quitameló! ¡Esa maldita voz! ¡Quitamé el colgante! -se desesperó Albert-.
-Tranquilo Albert, tranquilo. Te lo quitaré, pero estate quieto, deja de moverte -intentó tranquilizarle, asustada-. Mira, ya está, yo lo guardaré, lo pondré con mi piedra.

Silencio. Solo oía la dulce y suave voz de Helena, todo estaba tranquilo. Estaba mareado, y casi se cayó de la cama, Helena le ayudó a tumbarse, recostandolo y acomodándole la almohada. Ella escuchaba unos chasquidos, producidos por algo que vibraba. Cuando se sentó en el sillón junto a la cama de Albert, notó que la vibración venía de los colgantes, los dos vibraban a la vez, produciendo un extraño castañeo. La roca del colgante de Albert brillaba, como si tuviese luz propia, centelleaba, como si soltase chispas al roce con su colgante, era como una lucha entre dos fuerzas.

Agarró la piedra de Albert, buscó alguna rendija donde se pudiese albergar una pila, que era lo único que le parecía lógico para que la piedra vibrase, pero no encontró nada, era una piedra perfectamente entera, la única muesca era por la que pasaba la cuerda con la que ceñía el colgante al cuello.

Dejó el colgante en su bolsillo, lejos del suyo, y Albert pareció despertar de un sueño, miró a Helena, que tenía en su rostro el reflejo de la incertidumbre, de no entender que pasaba. Albert la vio convulsionarse en silencio, en un ahogado llanto de desesperación. Albert, su mejor amigo, no la recordaba, no recordaba sus anteriores encuentros, y ella se sentía culpable por no haber estado más atenta al camino, para poder avisar antes a Albert. Si ella hubiese estado atenta, no habría pasado nada, se decía continuamente en aquel momento.

-Helena, ¿te ocurre algo? Estas llorando... -la mirada de Albert era triste al ver a su mejor compañera en aquel estado-

No obtuvo respuesta, Helena dejó de convulsionarse, alzó la mirada, buscando la mirada de Albert, y sonrió, con aquella espléndida sonrisa que tanto le gustaba a Albert, y en su mirada no había rastro de lágrimas, tenía una mirada dulce, y esos ojos, le daban paz, podría perderse horas en ellos. Ella se levantó de su asiento, se dirigió a la ventana al fondo de la habitación, y se volvió a colocar el colgante de Albert. Estubo unos minutos quieta, sin hablar ni moverse hacia Albert, pero cuando se dió la vuelta, clavó su mirada en la de Albert, y sus palabras le dejaron sin respiración:

-¿Te llamaba Alres? Y a mi Shel Enha, ¿verdad? -Ahora temblaba-. Albert, le escucho, escucho a Sey Ha... ¿Qué está pasando? ¿Qué son estas voces?

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